viernes, 31 de enero de 2014

La Playa

La luz de la luna iluminaba sus recuerdos como si de un reflector se tratara. Había ido a dar un paseo nocturno por la orilla del mar. Era algo que siempre le había gustado. Estar a solas con el oleaje y con sus pensamientos. Por eso no lo solía hacer en verano, era más difícil estar a solas allí. Sólo había compartido aquellos momentos íntimos con una persona, con el gran amor de su vida.





Pero aquel día estaban solos él y su gran confidente: la playa. Otra gente consultaba las cosas con la almohada, el prefería desplazarse hasta allí y contarle sus penas y sus alegrías. Sentir cómo la brisa le acogía entre sus brazos y le prestaba su hombro para llorar. Escuchar a las olas reír con sus alegrías. Ver como la luna se escondía tras alguna nube corroída por la envidia.





Recordaba el día que les fue a contar que había encontrado a la mujer de su vida. Ese día no se lo quiso perder nadie. Allí estaban las olas que se acercaban a la orilla a escucharle y se volvían mar adentro a adelantar la historia a aquellas que aún no habían llegado. La arena acariciándole sus pies desnudos, para que se sintiera más cómodo. El salitre, fundiéndose con su piel en un fraternal y cómplice abrazo. La luna, observando atentamente desde su posición de privilegio. Todos se alegraban por él. Por su buena nueva. Aunque él aún no había dado el paso definitivo, aún podía irse todo al traste, pero nadie lo comentó en aquel momento. Era un momento de alegría y felicidad que todos quería compartir como se merecía.





Les contó todo con pelos y señales. Cómo la conoció en un cursillo al que le habían enviado los de su empresa. Cómo nada más verla se sintió estremecer. La sangre se le heló y le hirvió a la vez. Su corazón daba saltos de alegría, como nunca antes había hecho. Su cerebro estaba obnubilado y sólo podía asentir. Todos se unificaron en un único grito: ¡es ella! ¡No la puedes dejar escapar! Pero su voluntad parecía haberse tomado el día libre. Aquel día sólo pudo observarla, ni siquiera recordaba nada de lo que se explicó en el curso. Luego, junto con algún compañero, la siguió a una cafetería. Tampoco hizo nada allí, mas que memorizarla y escuchar su voz. No perdía detalle de nada, hasta del más mínimo parpadeo disfrutaba.





Afortunadamente el curso se prolongaba durante una semana. Tuvo tiempo de recuperar la voluntad y por fin se atrevió a hablar con ella. No le sorprendió que fuera un encanto. No podía ser de otra manera. A los pocos minutos de hablar parecía que se hubieran conocido de toda la vida. Incluso era como si se conocieran de otras vidas. Se sentía cómodo con ella, y lo que era mejor, todo apuntaba a que ella se sentía igual con él.





En los pocos días que quedaban de curso se hicieron inseparables. Pero sólo se habían visto allí. Él dudaba de que después se pudieran ver de nuevo. Era inseguro, muy inseguro. La vida le había hecho así, según él. Quizá sólo me vea como un compañero de curso, como un amigo, pensaba. El último día él estaba muy nervioso, sabía que no la quería dejar escapar, pero no tenía claro que la pudiera “retener” a su lado. Cuando acabó la última clase ella se acercó a él. Ambos se despidieron con dos besos, y ella le deslizó un papel en el bolsillo de su camisa. Le miró, le guiñó un ojo, y sin mediar palabra se marchó. Él tardó en reaccionar. Tan pronto como se sobrepuso miró el papel. Era su número de teléfono acompañado de una sola palabra: llámame.





El ataque de nervios no se hizo esperar. Por eso volvió a ir junto a sus mejores amigos, a la playa. Sabía que el lugar donde se sentiría más suelto, más arropado, sería allí. Tras ponerlos a todos al día con las novedades, sacó su teléfono. Suspiró y sintió como todos sus amigos estaban con él, apoyándole en aquel momento tan importante. Y la llamó.





No hubo nada de nervios. Al contrario, se sentía igual de suelto que los días pasados, o más. Después de conversar un buen rato sobre temas de lo más variopinto, concretaron, por fin, una primera cita. Fue uno de los días más felices de su vida. O mejor aún, fue el comienzo de los días más felices de su vida. Y lo había compartido con la playa, con sus fieles amigos.





También compartió aquella primera cita. Después de cenar y tomar alguna copa la llevó allí. Quería que la conocieran. Que le dieran el visto bueno. Aunque sabía que se lo darían. Por eso eran amigos. Pero sentía que debía llevarla allí. Y así lo hizo.





De eso hacía ya más de veinte años. En todo ese tiempo habían pasado muchas cosas. Había sido muy feliz con su amada. Aunque también habían tenido algunas crisis, como en toda relación de pareja. Pero acababan solucionándose, en muchos casos en aquel lugar. Dando un paseo por aquella orilla. Puede que al principio algo enojados y discutiendo, pero al final siempre acababan con sus manos juntas, sintiendo aquella compañía tan fiel, aquella amistad tan duradera, tan imperturbable, tan cómplice. Así era su amor: duradero, imperturbable, lleno de complicidad...





Todo aquello le vino a la mente aquel día. Dando su paseo junto a su amiga la orilla. En una soledad aparente, pero con la compañía de los suyos. Por fin se despidió de todos ellos, con la promesa de un pronto retorno, aunque no hacía falta. Todos sabían que sería así. Encaminó sus pasos hacía el coche. Una vez allí, se calzó sus deportivas y se marchó a casa, con las ventanillas bajadas. Para poder sentir un rato más el salitre, la brisa, el sonido lejano de las olas...





Al llegar a casa fue encendiendo y apagando luces hasta llegar a su dormitorio. En él entró con la luz apagada, con el mayor de los sigilos. Se acercó a la cama y tras besarla le susurró: te quiero más cada día, vida mía. Ella no respondió. Su respiración indicaba que dormía profundamente, pero desde la sonrisa que se le dibujó en la cara se escapó: yo a ti también, mi amor.



Foto de Diego Escolano

miércoles, 29 de enero de 2014

Confortablemente Adormecido



La sensación es placentera. Un placer inexplicable. Sobre todo teniendo en cuenta que hace mucho que no noto ninguno de mis miembros. Ni siquiera noto mi propia respiración. Sí oigo, sin embargo, todo lo que ocurre a mi alrededor. También puedo ver, aunque lo que veo es muy monótono. El techo de una habitación, y unos tubos fluorescentes, uno de ellos con un parpadeo de lo más incómodo. Esa es  toda la película que puedo disfrutar desde mi posición actual.

Los recuerdos anteriores a mi estado actual son vagos. Sé que estaba de acampada con unos amigos en los bosques de Shimwood, en pleno corazón de Senaye, en el planeta Rho Setón. Uno de los cuatro planetas del sistema Psi Deral. Nosotros vivimos en Cy Phoes, pero los bosques de Rho Setón son más frondosos. También sé que salimos, después de más de cien objeciones mías, a buscar bichos raros.

     Vamos, David, no seas gallina. —Me dijo Arsenio, tratando de convencerme.
     No es de ser gallina, es que no me gustan los bichos.
     ¿Entonces para que narices vienes a una acampada? Si algo hay en el campo son bichos. —Esta vez era Mónica la que daba su punto de vista.

Recuerdo que el razonamiento me dejó sin contestación alguna. Tenía toda la razón del mundo. Era como ir a la playa y pretender que no hubiera agua salada.

Partimos pues, incluido yo, que no quería hacer más el ridículo, ni seguir siendo la comidilla del grupo. Si querían hablar de mí, que fuera en mi presencia. Estuvimos toda la mañana dando vueltas, yo diría que en círculos, porque había algunos arbustos que parecían aguantarse las ganas de saludarnos, tras la quinta o sexta vez de pasar junto a ellos. Tuve suerte, ya que no la tuvieron ellos. No encontramos bicho más raro que alguna hormiga común y un par de abejas despistadas.

Otro recuerdo que me viene a la mente es que, ya bien entrada la tarde, tuve que ir urgentemente a aliviar mis necesidades fisiológicas. Busqué un lugar lo suficientemente íntimo, pero desde dónde yo tuviera visual y pudiera escuchar a mis amigos. Recuerdo una especie de pinchazo en mi pantorrilla y acto seguido caí de espaldas. Lo siguiente que recuerdo…

Preferiría no recordarlo.

Estaba medio sentado, contra el tronco de un árbol, el cuerpo comenzaba a entumecérseme, pero antes noté una sensación por mi pierna. Quería pensar que eran imaginaciones mías, traté de no mirar, pero ganó la curiosidad, por desgracia. Miré y lo que vi no me gustó, como tampoco me gusta tener ese recuerdo tan vivo en mi mente. Eran dos arañas que comenzaban su andadura, una por cada una de mis piernas. No había bicho que me pudiera dar más miedo. Ya de pequeño tenía pesadillas con ellas. Incluso era incapaz de entrar a mi casa si veía que alguna lo hacía antes que yo. Ni por la tele las podía ver sin que me dieran escalofríos.

El cuerpo estaba cada vez más adormecido, notaba como me palpitaba la zona de la pantorrilla dónde había sufrido el pinchazo. Parecía que fuera a estallar en cualquier momento. Las arañas continuaban su peregrinaje por mis piernas, ya casi llegando a la cintura. Creo que hice un movimiento brusco, no sé si voluntariamente o fue algo espasmódico. Lo que sí sé es que a una de las arañas eso no le gustó y noté otro pinchazo, no fue tan potente como el primero. O quizá sí, pero mi cada vez más entumecido cuerpo lo notó con menos intensidad.

Las que seguían igual, con la misma cadencia, sin ninguna intención de parar eran las arañas. Ya habían comenzado su escalada por mi pecho. Yo ya no me podía mover. No sé si realmente notaba sus patas avanzar sobre mi cuerpo, o era el mismo pánico el que me hacía sentirlas. Pero sí que las veía, en breve iban a llegar a mi cuello, y yo no podía hacer nada por evitarlo. Entonces escuché unas voces, eran mis amigos.

     ¡David! ¿Dónde estás? —Reconocí la voz de, una preocupada, Mónica.
     ¿Hace mucho que se ha ido? —Preguntó Arsenio.
     No lo sé. Hace un buen rato.

Yo traté de darles mi localización. De decirles que se dieran prisa, que tenía dos arañas a punto de llegar a mi cabeza y no podía hacer nada por evitarlo.

     ¡Ahí está! —Dijo con cierto alivio, Braulio.
     David, menudo susto nos has dado… — Mónica también parecía aliviada, hasta que de  repente algo pareció hacerle cambiar de idea— ¿David? ¡David! No respira, ¡no respira! ¡Haced algo!
     ¿Cómo que no respira? —Se interesó Arsenio.

Esa me pareció una buena pregunta. ¿Cómo que no respiraba? ¿Eso quería decir que estaba muerto? Porque a mí no me lo parecía, desde luego. Aunque tampoco es que hubiera estado muerto antes, como para comparar. Desde luego si eso era estar muerto se parecía mucho a la vida. Y la pregunta más importante: ¿chicos? ¿Habéis visto a las arañas? ¿Sabéis si se han ido, o si por el contrario se han metido en mi ropa? Por desgracia seguía sin poder hablar.

     No tiene pulso… —Dijo un desolado Braulio
     ¿Qué? ¿De verdad está muerto? —Arsenio sonaba como aguantándose el llanto.

Luego tengo una laguna temporal. No recuerdo cómo he pasado del campo a esta habitación, con ese dichoso tubo fluorescente que no para de parpadear. No reconozco la habitación, aunque es cierto que sólo reconocería la mía. ¿Estaré en un hospital? Seguramente sí. Se habrán dado cuenta de que no estoy muerto, y me habrán traído a un hospital. Lástima que no puedo ver nada más que el techo. Sigo siendo incapaz de mover la cabeza. Y por el rabillo del ojo sólo veo algo blanco, que debe ser, supongo, la almohada o algún tipo de sábana.

Anda, mira, es la cara de mi vecino, Ander. Es un buen tipo. Siempre nos saludamos cuando nos encontramos en el rellano.

     ¡Qué lástima! Con lo buena persona que era. Siempre nos saludábamos cuando nos encontrábamos en el rellano… —Dijo Ander, con cierto aire compungido.

Es justo lo que acabo de decir yo… ¿Eh? ¿Cómo que era? ¿No lo sigo siendo?

     Siempre se van los mejores. —Ahora era la voz de mi amiga Danielle, entre sollozos— ¡Y lo joven que era!

Esto me está empezando a poner nervioso. ¿En serio estoy muerto?

     ¿Tapamos ya el ataúd? —Dijo una voz desconocida.
     Sí. Tápenlo. Llévenlo ya al tanatorio. —Esa voz la conocía, ¡era mi madre!

¡Mamá! ¡Mamá, por Dios! ¡No les dejes que me entierren! Comprobad por última vez que sigo vivo. ¡Por favor! No… ¡No! ¡La tapa no! ¿Serán capaces? Por lo visto sí. Noto como me mueven. Sigo oyendo los llantos y lamentos, no sé muy bien de quién, pero los escucho.

Algo ha pasado. Creo que me han metido ya en el coche, porque he notado una especie de aceleración. Y de repente un frenazo brusco. Oigo portazos. También oigo una especie de alboroto. ¿Qué pasa? ¡Qué pasa! ¡Que alguien me lo diga!

     ¿Qué pasa? Tenemos que llevarlo a embalsamar. —Otra voz desconocida.
     ¡No está muerto! —Era mi amigo Arsenio.
     ¿Cómo que no está muerto?
     No. No lo está.

Háganle caso a mi amigo. Él sabe que yo no me moriría sin que él lo supiera.

        Hemos ido a rezar por él al bosque, donde acampamos, y hemos encontrado unas arañas muertas en el lugar donde lo encontramos tumbado. Son arañas medusa. Una sola picadura puede hacerte entrar en un estado catatónico durante más de diez horas.
        Pero él médico…
        Se habrá equivocado. Puede ocurrir en casos así. Habrá pasado por alto las picaduras, nuestras piernas están llenas de raspaduras, causadas por matojos al andar por el bosque.

Levantan la tapa del ataúd. La luz me ciega momentáneamente.

     ¡Por Dios, está llorando! ¿Puede un muerto llorar?

Nunca me he alegrado más en mi vida de estar llorando tan desconsoladamente.

        ¡Rápido, llamad a un médico!

Un suspiro sale, por fin, de mi aún entumecida boca. Empiezo a notar las lágrimas resbalar por mi rostro. Trato de esbozar algo parecido a una sonrisa. Un hilo de voz deja salir un gracias de mi boca. 



Este texto surgió debido a una (sarcástica) sugerencia de mi hermano Diego, sobre hacer un relato en el que surgiera, de algún modo, la aracnofobia. Una fobia que ambos compartimos.

domingo, 26 de enero de 2014

La Casa Del Acantilado


La puse sobre la cama muy lentamente, la habitación estaba repleta de silencio y oscuridad. Fuera de ella las condiciones eran las mismas, una tranquilidad absoluta, “es lo bueno de vivir a las afueras de las afueras”, me dijo el tipo que me la vendió hace un par de años.


Una vez la hube acomodado y como absorbido por un temor incombustible, por el temor de conocer la respuesta a una pregunta sin plantear, alcé mi mano. Una mano que se convulsionaba presa de todos los miedos pasados y venideros. Una mano que recordaba a aquél cuerpo al milímetro, pero también lo recordaba en mejores momentos que el presente. Las miré a ambas, a mi mano y a ella, y me provoqué un suspiro. Quizá pretendiendo que ese suspiro ejerciera como una orden suprema para la mano y dejara de tambalearse como un borracho en un tren. Surtió más efecto del esperado y menos del conveniente. Aun así, la mano tomó rumbo directo al cuello de ella. Con la proximidad, la firmeza iba en aumento. Podía ser el fin, aunque yo no lo quería así...


No hacía tanto que nos conocíamos, apenas tres años, aunque a nosotros nos parecía toda una vida, y un segundo al mismo tiempo. Nos daba la sensación de que no había un antes, como si hubiéramos borrado toda huella del pasado, tanto lo bueno como lo malo. Sólo estábamos nosotros y el tiempo se paraba y volaba cuando estábamos juntos.


Nuestro primer encuentro fue bastante inesperado, podría decirse. Ella vino a una entrevista de trabajo. Yo ofertaba una plaza de secretaria personal, de esas que te tienen planificado el día, qué digo el día, te planifican semanas enteras si te descuidas. Mi anterior secretaria, Carmen, una encantadora mujer, eficiente hasta el abuso, desvivida por el trabajo las veinticuatro horas del día, había llegado a la edad de la jubilación. Menuda molestia. Es de esas cosas que sabes que son inevitables, que tienen que llegar tarde o temprano, pero que quieres creer que no llegarán.
Así que me vi envuelto en el engorroso menester de las entrevistas personales. Podría tener a alguien que lo hiciera de mi parte. Me lo puedo permitir. De hecho, me puedo permitir casi cualquier cosa, estoy podrido de dinero. Pero en un tema como este, una secretaria personal, una persona que debe estar en plena sintonía contigo, prefiero ser yo el que lo lleve.


Recuerdo perfectamente ese primer instante, como recuerdo todos los instantes con ella. Llegó tarde, cerca de dos horas tarde:


- Lo siento, lo siento muchísimo, Sr. Aguinaga. ¿Me recibirá todavía?


No pude negarme. Esas pocas palabras habían llenado el despacho de una variedad de sentimientos, fragancias, armonías... Nunca había experimentado nada igual. Pero fue peor cuando alcé la vista y la vi. En ese momento mi corazón decidió que, si alguna vez tenía dueña, debía ser aquella mujer. Yo apoyé la moción, por supuesto. No cabía duda alguna. Aquella debía ser la mujer con la que pasaría el resto de mi vida.


Le contesté con una formalidad casi palaciega. Procurando que se me notara lo menos posible todo el refluir de sentimientos que me estaban sacudiendo de arriba a abajo.


- Por supuesto, siéntese, por favor.


Y así lo hizo. Se acomodó en uno de los sillones de cuero negro que tengo para las visitas. Entre los dos mediaba mi mesa de despacho, mucho más noble de lo que lo había sido yo nunca. Sin embargo yo conseguí salvar el obstáculo y me zambullí al instante en su mirada. Sé que le fui haciendo preguntas. Las típicas en estos casos. Y sé que ella las iba contestando, porque una parte de mi cerebro se quedó de guardia y cumplía el cometido que debía en una situación como aquella. El resto de mi cuerpo no. Todo él estaba pendiente de todos y cada uno de sus gestos, no tanto de sus palabras, como de la modulación de su voz. Creo que fue la primera vez que me emborraché sin haber probado una gota de alcohol.


Pero no la podía contratar. Por más que lo deseara, no podía. Mi corazón lo pedía a gritos, pero mi cerebro estaba en contra. Y la jerarquía manda, y en los negocios el jefe es el cerebro. De todos modos cerebro y corazón llegaron a un acuerdo.


- Muy bien, Srta. Del Valle, ya la llamaré.
- Muchas gracias por todo, Sr. Aguinaga. De corazón se lo digo.


Ese fue el acuerdo. No la contraté, pero tampoco mentí, y la llamé. No esa misma tarde por supuesto. Aunque combustía en mi interior como un reactor, no quería parecer desesperado. Además estaba nervioso, demasiado nervioso para mi gusto. Yo, al que sus empleados, la competencia y la prensa llamaban “El Hombre de Hielo”, y cosas peores, porque no decirlo, pero que no vienen al caso. Me llamaban así por lo evidente del mote. Porque no demostraba, ni lo había hecho nunca en mi vida, un mínimo de sentimientos, un atisbo de flaqueza. Era imperturbable, contundente, sereno ante cualquier situación, hasta el momento en que ella irrumpió en mi despacho... Como decía mi madre: Había tomado el castillo sin disparar un sólo tiro.
Sólo faltaba saber qué pensaba ella de todo esto. Cosa que me ponía enfermo. Gracias a Dios que no demoré la llamada más allá de dos días, de lo contrario podría haber muerto por inanición, o por un ataque al corazón.


No es que en el momento de llamarla se hubiera podido usar el mote por el cual se me conocía, pero sí que la tormenta remitía.


-¿Diga? - Su voz producía el mismo efecto a través de la línea telefónica que en persona.
- Eh... ¿Ho... Hola? ¿Srta. De... Del Valle? - Fue genial empezar a tartamudear de aquella manera, parecía un niño de diez años enseñándole los suspensos a su padre.
- Sí, soy yo, ¿quién es?
- Soy Alejandro Aguinaga. - En la vida había pensado que decir mi nombre me iba a costar tanto como ese día.
- Ah, hola Sr. Aguinaga, ¿qué tal?
- Llámeme Alex, por favor Srta. Del Valle
- Sólo si usted me llama María.
- No hay problema, María. - Los nervios empezaban a replegar sus tropas.
- Bueno, has llamado porque... ¿algo relacionado con mi entrevista?
- No, bueno, sí... Bueno... Sí y no. Es decir...
- ¿Te aclaras o te hago un croquis?


Tras lo cual soltó una leve risa que, al contagiármela a mí, que me estaba dando cuenta de lo imbécil que estaba pareciendo, nos condujo, en un crescendo que para sí querrían muchas de las sinfonías, a una sonora carcajada. Hecho éste que ayudó a relajar mis inoportunos nervios, y a explicarle el motivo de mi llamada con toda la calma y el saber hacer que tengo, que es mucho, modestia aparte.


No sé si fue por esto último o por el conjunto de ello y las risas compartidas, pero no se tomó a mal el que no la contratara y, contra todo pronóstico, aceptó que la invitará a cenar. Creo que no hicieron falta los cinco minutos que me pasé diciéndole que la invitaba porque realmente me apetecía mucho cenar con ella y conocerla mejor, y no como un premio de consolación por no darle el trabajo. Estoy seguro que ella me conocía lo suficiente para saber que yo no haría eso nunca. Mi fama, en este tipo de cosas, me precedía, para bien o para mal. El caso es que aceptó.


La llevé a cenar a un restaurante muy majo del centro. Nada ostentoso, pero con una cocina fabulosa. Podía haberla llevado a Maxim’s, por supuesto, con coger mi avión privado no habría habido mayor problema. Pero no quería eso. Quizá porque el cerebro, tan pragmático él, me aconsejará no derrochar, por si el corazón marraba en sus apreciaciones y no salían las cosas como esperaba. Sea como fuere nos quedamos en Madrid para la primera cita. Nuestra primera cita. La primera de una larga lista de citas, de momentos, de risas y pasiones. En alguna telenovela barata o en alguna película romanticona, el protagonista diría que ese había sido el primer día del resto de sus vidas, o alguna cursilería semejante. Yo... Yo, a riesgo de parecer igual de cursi o más, sólo puedo decir que ese día nací. Por supuesto que físicamente lo había hecho antes, unos treinta y cinco años antes, para ser exactos. Y bastante sufrimiento pasó mi madre aquel día como para no reconocerle el mérito. Pero una parte de mi nació con aquella primera cita. O quizá no fue tanto, a lo mejor sólo se despertó en mi algo que llevaba incubando todos estos años y que no acababa de florecer. Y no es que no hubiera estado con más mujeres antes. Claro que sí. Hubo varias antes de ella, pero puedo decir que si he conocido el amor ha sido con ella, de eso no me cabe la menor duda.


Así que, salí del cascarón y eché a volar... Echamos a volar. Literalmente además. Viajamos por todo el mundo. Hasta los más recónditos lugares, que se suele decir cuando se pretende exagerar. Aunque en nuestro caso la exageración, aun siéndolo, se aproxima mucho a la realidad de los acontecimientos.


Estuvimos en París, Venecia, Roma y demás ciudades de relumbrón y merecida fama, por supuesto. Pero también en parajes más pequeños, desconocidos y encantadores.
En realidad el lugar daba igual. Los apreciábamos, claro, pero lo que importaba era la intimidad. Aunque estuviéramos en la quinta avenida, para nosotros era como una playa desierta o como nuestra habitación. Sé que también suena a culebrón, pero era lo que sentíamos.


Tampoco pasábamos todo el tiempo viajando. Yo seguía teniendo muchas obligaciones laborales que cumplir. Aunque me organizaba lo bastante bien como para poderlas compaginar, cosa algo más fácil cuando tú eres tu propio jefe.


Quizá el ritmo más frenético de viajes lo tuvimos en nuestro primer año de relación, para ir descendiendo paulatinamente. Y aunque no teníamos un domicilio demasiado continuo, ya que yo mantenía por razones de trabajo mis casas en Madrid, Barcelona y Nueva York, sí que pasábamos más tiempo en casa. En esta casa. La casa del acantilado.


La encontramos por casualidad. Parece que las casualidades se acumulaban tanto en lo concerniente a nuestra forma de conocernos, como en nuestra relación en general... El caso es que en uno de nuestros viajes a la costa mediterránea la vimos. Allí estaba ella, deslumbrante, dominando el mar desde la altura, como una reina, dueña y señora absoluta, a la que sus súbditos aman y respetan. Vista desde abajo era una maravilla y no pudimos resistir la tentación de subir hasta ella para apreciar lo que ella contemplaba desde su trono.


Y así lo hicimos, y quiso la diosa fortuna que estuviera en venta. Inmediatamente llamamos al número de teléfono de la inmobiliaria para pedir una cita y poderla ver en todo su esplendor.


Nos citaron para esa misma tarde, y aunque para entonces ya teníamos decidido que la compraríamos, aún sin haberla visto por dentro, sin saber si había que reformar o no, hicimos la visita guiada por el palacio de nuestros sueños.


No nos defraudó en absoluto. Por dentro era, si cabe, más majestuosa. Sólo por el ventanal del salón, que daba al acantilado valía la pena pagar. Y si a eso le unías la terraza del dormitorio, en el piso de arriba, despejaba cualquier atisbo de duda que pudiéramos haber tenido. ¿Y la tranquilidad? Apenas si se oía romper el mar, y eso en los días de más oleaje.


Nos mudamos tan pronto como solucionamos todo el tema de los papeleos y empezó a ser nuestro Hogar. La sede de nuestras pasiones, de nuestra ternura, de nuestras bromas... El centro de nuestro Universo... Y el lugar dónde encargamos nuestro primer bebé.


Fue entonces cuando empezamos a pasar más tiempo apartados el uno del otro. Con el embarazo ella decidió que era mejor para ellos dos, el bebé y ella, un ritmo de vida más tranquilo, sin tanto viaje ni tanto avión. Yo acepté, obviamente, aunque me dolió... Vaya si me dolió...


Cuando regresaba a casa, a la casa del acantilado, siempre la encontraba esperándome. Tumbada en el suelo, apoyada contra el sofá, con la televisión encendida y dormida. Yo siempre la cogía en mis brazos y la llevaba hasta la cama, la acomodaba en ella y me quedaba un rato mirándola, disfrutando de lo afortunado que era por tenerla junto a mí.


Hasta esa noche hice lo mismo, sólo que no era igual...


Mi mano seguía camino del cuello y no paró hasta encontrarlo. Se posó sobre él y delicadamente hizo una mínima presión al tiempo que se deslizaba un poco arriba y abajo. Como buscando algo. Buscando el pulso. Una sola muestra de que el corazón palpitaba y regaba de sangre aquel cuerpo que yacía sobre la cama. No encontró ni rastro. Estaba muerta. Quizá la lividez de ella, el charco de sangré en el que la encontré y el orificio en la cabeza deberían haberme dado alguna pista. Pero no fue así. Pase por encima de todo eso sin verlo. Sin querer verlo. No sé quién mandaba en ese momento, si el cerebro, el corazón o quién demonios era, sólo sé que no quería verlo. Era el final y yo no lo quería así...


Eso fue hace seis meses y me parece que fue ayer. Lo único que he hecho en este tiempo es repasar mi vida con ella, cada instante, como una película sin fin... Pero que sí había tenido fin. La policía aún sigue sin esclarecer los hechos... ¿Qué me importan a mí los hechos? El único hecho que me importa es que ella no está y ése es definitivo.
Cuando la mataron a ella y al bebé que esperábamos, me mataron a mí... ¡Ojalá fuera así! ¡Ojalá me hubieran matado a mí también! Esto es peor que estar muerto.


Antes era el “Hombre de Hielo”, ahora soy el “Hombre Vacío”...




 Foto encontrada en Google