miércoles, 12 de febrero de 2014

Correspondencia Inesperada


Pasaban diez minutos de las nueve de la noche cuando llegó a casa. Había pasado fuera la última semana. Estaban cerrando la contabilidad del segundo trimestre y como siempre en estas fechas los informes, las facturas, las hojas de cálculo se acumulaban en su despacho, en la sede central, y lo que era peor, en su cabeza.

Siempre decía que tenía que cambiar de trabajo, pero nunca tenía el coraje suficiente. Siempre decía que tenía que dejar aquella maldita ciudad, romper con todo y empezar de nuevo, pero no tenía el coraje suficiente.

Recogió el correo de su buzón y mientras recorría el estrecho y sinuoso camino de grava que le llevaba hasta la entrada de su casa fue ojeándolo. No había sorpresas aparentes. Los únicos que se preocupaban de él eran los bancos y los de las tarjetas de crédito. Facturas y más facturas. No se podía olvidar de ellas ni en el trabajo ni fuera de él.

Fue al tiempo que cerró la puerta tras de sí cuando vio la nota discordante. “Por fin una carta distinta”, pensó. No llevaba remite, y por la parte delantera tampoco había muchas más información que sus propios datos:

Richard Stevenson
8401 Mercury Street
Norfolk

También había una especie de logotipo, casi ilegible. Daba la sensación de que habían impreso muchos sobres y que para cuando llegaron al suyo la tinta estaba suplicando ya un tiempo muerto. Lo que él intuía en aquel dibujo era un círculo y atravesándolo, a modo de tibias pirata, una especie de bate o palo y algo que se distinguía aún peor, pero que al verlo el concepto afilado no desaparecía de tu cabeza.

La curiosidad fue la que se impuso a la prudencia y decidió que aquella sería la primera carta que abriría. La prudencia se pasaría toda la eternidad recordándole a la curiosidad
que, irónicamente, también fue la última carta que abrió.

Comenzó a leer:

Estimado señor Stevenson,
Me complace dirigirme a Ud. para comunicarle que es usted una persona afortunada.

Una persona afortunada… Estaba claro que quién le escribía no le conocía en absoluto, pensó. Pero bueno, algún día tenía que cambiar su suerte. Quién sabe, quizá el Azar, la Fortuna, o quien fuera que dirigía el cotarro en el Universo se había compadecido de él…

Continuó leyendo más motivado que al principio:

Y lo es por dos motivos. El primero, porque ha sido seleccionado de entre más de diez mil aspirantes.

No estaba tan mal. De diez mil habían pensado que el idóneo era él. Estaba claro que este era el golpe de suerte que tanto había esperado.

El segundo, porque no todo el mundo sabe cuándo va a ser el día exacto de su muerte, y usted sí.

Se le heló la sangre. Era la típica frase que usaban en las novelas y que a él siempre la había parecido una idiotez. Helarse la sangre, menuda tontería. Bien, a sus plaquetas la idea ya no les parecía tan absurda. Tenía que ser una broma o un error.

No, mi querido señor Stevenson, no se trata de ninguna broma, ni de ningún error.

O quizás no.

Es Ud. el Elegido. En cuanto acabe de leer esta carta morirá. De hecho morirá aunque no la acabe de leer, pero no le conviene hacerme ese feo. No es consciente de la cantidad de maneras de sufrir dolor que podría llegar a experimentar.

Aquello no podía ser real. Quién podía querer hacerle daño. Y menos aún matarle. Si él no era de la clase de personas que alimentaban esos sentimientos en la gente. De hecho él era de la clase de persona que no alimentaba ningún sentimiento en nadie.

No sabía bien que hacer. La prudencia, que ya estaba harta de recordar que no debía haber abierto la carta, le gritaba que no siguiera leyendo y saliera de allí lo más rápido posible. Sin embargo, la curiosidad volvió a ganar a la prudencia y al miedo, que se había unido a la fiesta.

Hace bien en seguir leyendo, créame. Ahora le voy a comentar unos pequeños datos, de cómo está la situación. Está sólo en su casa y lo más divertido de todo, está incomunicado. Así que, cuando la curiosidad deje paso al pánico, que es algo que ocurrirá en breve, ha de saber que no podrá pedir a nadie que le ayude.

Se le heló la sangre. Algo que podría parecer repetitivo, pero no lo era. Ahora había entendido el sentido de aquella frase que tantas veces había leído. Lo de antes, en comparación, no había pasado de una pequeña brisa veraniega. Lo de ahora era en serio. 

Cuando pudo convencer a sus pies de que se movieran, algo que le costó bastante, se dirigió al teléfono y descolgó. No había línea. Abrió el móvil, la cobertura parecía haber sido más precavida y debía estar ya cruzando la frontera del estado.

Esto último le pareció una gran idea y salió como alma que lleva el Diablo hacia la puerta. Sólo tenía que cruzar el umbral, correr hasta el coche y no mirar atrás hasta que la gasolina abandonara el depósito. Parecía fácil, demasiado fácil. Hasta que llegó a la puerta y ésta se negó a abrirse. Parecía atrancada. Trató de calmarse, al menos el tiempo justo para abrir la puerta y salir de allí. No se abría. No parecía atrancada, parecía cerrada con llave. Echó mano al bolsillo. Una mano temblorosa salió del mismo con las llaves chocando entre ellas como si también quisieran deshacerse del llavero y huir. A duras penas atinó con la llave en la cerradura, giró la mano, la puerta seguía cerrada. Examinó la llave, era la correcta. Volvió a girar por segunda vez, nada. La tercera vez no obtuvo mejor resultado.

A su espalda la carta parecía estar observándole con una sonrisa, entre macabra y juguetona. Era como la mezcla entre la sonrisa de un niño antes de una travesura y la de un verdugo al que le gusta su trabajo.

Sin saber muy bien por qué, siguió leyendo:

Así es, señor Stevenson, está Ud. incomunicado. Y nadie vendrá a socorrerle. No aparecerá nadie en el último minuto. No conseguirá que me apiade de Ud. Va a morir, asúmalo como un hombre y muera con dignidad.

Gritar. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Tenía que gritar pidiendo ayuda, los Fitzgerald vivían lo suficientemente cerca como para oírles discutir todas las noches. A él también le oirían.

- ¡Socorro! - Gritó con todas sus fuerzas. - ¡Que alguien me ayude! ¡Socorro! ¡Señor Fitzgerald, llame a la policía!

Algo le decía que aquello no estaba surtiendo el efecto deseado. Y ese algo parecía ser la carta:

Señor Stevenson… No insulte mi profesionalidad… Me he tomado la molestia de cambiar la cerradura, por dentro, y de cambiar todos sus preciosos ventanales por cristales aislantes, durante su ausencia. Nadie le va a oír pedir ayuda. Como tampoco nadie le va a escuchar gritar de dolor, suplicar clemencia, rogar por su vida… Todo eso, señor Stevenson, no va a pasar.
Ahora estamos los dos solos. Porque, sí, señor Stevenson, yo estoy en su casa, acompañándole en estos preciosos momentos, previos a su muerte. Cosa lógica, claro, ya que voy a ser yo el que le arrebate la vida…
Llegados a este punto, debe elegir entre seguir leyendo y conocer con todo lujo de detalles como va a ser su dolorosa, cruel y lenta muerte, o dejar que le vaya sorprendiendo sobre la marcha. En su mano está.

La carta se le escapó de la mano y fue poco a poco planeando hasta el suelo. Sólo una foto finish habría sido capaz de decidir qué fue antes, si la llegada de la carta al suelo, la llegada de la oscuridad a la casa, o el impacto del bate en su cabeza. Allí no había nadie que lo pudiera afirmar a ciencia cierta, claro que a la cabeza en ese momento era lo que menos le preocupaba.

El golpe hizo que Richard, se tambaleara. Eso decía mucho en favor de su cabeza, no todas habrían encajado el golpe con aquella facilidad. De todos modos se tambaleaba, que tampoco era gran cosa en ese momento, en el que todas las neuronas de su cuerpo demandaban un plan de huida.

Pronto dejó de tambalearse. Claro que a ello ayudó el segundo golpe con el bate. Ayudó tanto que le hizo caer cual árbol talado. Debió hacer el mismo ruido, pero el ruido era algo que no importaba ya mucho.

Seguía consciente. Contraviniendo toda predicción, seguía consciente. Dos golpes con un bate en la cabeza y seguía consciente. O su cabeza era más dura de lo que él pensaba o el cabrón que le atizaba o no era demasiado fuerte. Quizá tenía una oportunidad después de todo…

El cabrón que le atizaba... Aún no había visto quién coño era. Los dos golpes le habían venido desde atrás. Intentó girarse al tiempo que se apartaba tratando de levantarse y manteniendo el equilibrio a duras penas. Y allí estaba. Era como la representación antropomorfa de la Muerte. Desde luego había que reconocerle algo a aquel cabrón, había elegido bien el disfraz. Ataviado completamente de negro y con una sudadera con capucha en la cabeza. Qué mejor… La capucha parecía haber engullido a la cabeza. No se distinguía rostro algún allí dentro.

- Buenas noches señor Stevenson. - Se oyó desde la lejanía de la capucha. - Bienvenido a su Muerte. - Las palabras sonaban como clavos al introducirse en la madera.

- Maldito hijo de puta. - Respondió Richard. - Deja el palo y pelea como un hombre.

- Oh… Qué tierno… ¿En serio cree que tiene alguna oportunidad, Sr. Stevenson?

- Deja ya de llamarme así, ¡joder! - Aquello habría sonado como un coctel Molotov de miedo, inconsciencia y pérdida de paciencia contra el muro de un cementerio. – Pelea, y si eres tan hombre, mátame. Pero, ¡acabemos ya con esto!

- Vamos, Sr. Stevenson, no sea impaciente. Esta Ud. justo dónde yo quiero. No esperaría morir de un disparo, ¿verdad? Yo soy un artesano de la Muerte. Soy un orfebre del Dolor. Y no crea que dandome conversación va a conseguir que el resultado sea distinto.

El final de la frase vino seguido de un golpe en el vientre con el bate, a modo de punto y seguido.

Richard se dobló por la mitad con misma facilidad que se quiebra una brizna de paja. Se habría doblado en una mitad perfecta de no ser porque el artesano aprovechó la inercia para regalarle una patada que habría sido la envidia en las ligas mayores de football.

Fue en aquel momento cuando Richard fue consciente de que la cosa iba en serio. Estaba viviendo los últimos instantes de su vida, y no había luz al final del túnel. Ni siquiera había un jodido túnel. La vida no pasaba por delante de sus ojos. Delante de sus ojos solo estaba aquella sombra encapuchada moliéndole a palos. Eso era todo.

Se podía decir muchas cosas del encapuchado, salvo que fuera un mentiroso. Aquella muerte estaba siendo dolorosa, cruel y lenta. Efectivamente, era un artesano. Cada golpe era meticuloso, lo suficientemente fuerte como para provocar dolor y daños irreparables, pero con la delicadeza del niño que quiere que aquel juguete le dure al menos hasta que acabe el día de Navidad.

Había gritos, había llantos, había súplicas. Lo que no parecía que hubiera era ni un atisbo de fatiga en el verdugo. Ni mucho menos de clemencia.

Richard era un hombre fuerte y parecía encajar bien los golpes. Habría sido un buen sparring para un peso medio. Pero todo cuerpo tiene un límite y el de Richard llegó a él. Se podría decir, en líneas generales, que había una buena y una mala noticia. Aunque en su caso la noticia buena era la misma que la mala: seguía vivo. Para su desgracia sólo estaba inconsciente.

Esto hizo que su agresor se tomara un pequeño descanso. Era como ver a un gato que se ha cansado de jugar porque el ratón ha dejado de moverse.

El descanso duró poco. Richard fue despertando. Rezaba para que sólo hubiera sido un mal sueño. Aunque había ciertas pistas que le llevaban a deducir que no lo era.

La sangre se mezclaba con el sudor y con las lágrimas. Ya no suplicaba. No tenía resuello suficiente. La boca se la habían dejado como un solar. Le habrían asegurado la jubilación a su dentista, de haber vivido lo suficiente. En el ojo derecho sólo notaba palpitaciones. Era curioso, eso no le tranquilizaba: si notaba las palpitaciones era porque aún seguía vivo. También notaba como si estuvieran inflando un globo en él y éste estuviera a punto de estallar.

Era lo único que notaba. El resto del cuerpo no estaba entumecido. El cuerpo ni recordaba ya la sensación de entumecimiento. De hecho, era probable que ni la hubiera experimentado. El resto del cuerpo estaba ya muerto. No podía moverlo. Aunque Richard no era médico, sospechaba que en algún momento de aquella pesadilla, y con la maestría totalmente estudiada del Orfebre del Dolor, le había dejado tetrapléjico.

A duras penas podía ver la silueta encapuchada, pero tuvo de nuevo la misma sensación que cuando vio el logo del sobre. El concepto afilado le recorrió todo el cuerpo. Pronto ese concepto dejo de ser una metáfora para pasar a ser un sádico juego de cortes milimétricamente ejecutados. No sentía el dolor, al menos el dolor físico. Lo que sí sentía era como la vida se le iba navegando en la sangre que abandonaba su cuerpo.

Por fin estuvo tranquilo. Sabía que era cuestión de segundos y todo aquello habría acabado. Lo último que escuchó fueron los pasos del cabrón encapuchado dirigiéndose hasta la puerta y a ésta cerrándose como si de la tapa de su ataúd fuera.




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