sábado, 9 de noviembre de 2013

Gymkhana en si bemol




-          ¿Te das cuenta de lo que hemos hecho? – pregunté con más desesperación que miedo.
-          Sí, José Carlos, me doy cuenta.
-          ¿Y te quedas tan tranquilo, Miguel? ¡Por Dios! Que nos hemos cargado a dos polis. – El tono de mi voz ahora basculaba entre salir corriendo y cadena perpetua.
-          Vamos, chicos, que ya casi lo tenéis. – Era la voz que nos había estado jodiendo la vida estos dos últimos días.

Y es que aún o sé por qué me he visto envuelto en esta gymkhana del demonio. Bueno, y lo que es peor, Sandra, mi hija. Mi tesoro de quince años. No lo sé, pero así ha sido.

Todo empezó dos días atrás, cuando sonó el teléfono y una voz, esa voz, me dijo que tenía a mi hija y que tenía unas condiciones para mí, si quería volver a verla con vida. Yo de inmediato le contesté que lo que quisiera. Cualquier cosa. Mi dinero. Mi vida. Mi alma si era necesario. Lo que fuera.

-          Ja ja ja ja. No seas tan dramático, José Carlos. – Su risa sonaba como la de un payaso al que se le hubieran soltado, tuercas, tornillos y un par de cojinetes. Su voz no era más tranquilizante.
-          Dime lo que quieres. Tú dilo.
-          Ve a la recepción del hotel Rialto. Allí tendrán un sobre a tu nombre. Entonces empezará el juego. Por cierto, yo que tu correría…
-          ¿El juego? Maldito hijo de… - Acabé insultando al tono del teléfono. El muy bastardo había colgado.

El juego. Esta mierda de gymkhana, era la cosa más sádica y sangrienta que nadie pudiera imaginar. Al menos alguien con una mente medianamente sana. Incluso a la mayoría de los sicópatas les parecería una atrocidad. A mí me tuvo que tocar el licenciado cum laude de los locos. Y no sólo a mí. Cuando llegué al hotel me di cuenta de que la cosa era peor de lo que parecía en un principio, ya que el conserje estaba dando unos sobres a un par de tipos más.

Todo empezó a dibujarse entonces. El secuestrador, lo llamaré así por ahorrar algún insulto para más adelante, no había capturado sólo a mi pequeña. Lo había hecho con otros cinco padres y sus respectivas hijas. Y entonces llegó la peor de las noticias. Sólo un padre y una hija podían llegar con vida al final del juego. Para ello tendríamos que ir pasando unas pruebas. Recogiendo unos objetos, cuya cantidad siempre era un número menor a los padres que quedábamos en liza.

En el sobre había una nota explicativa, la localización del primer objeto y una especie de auricular diminuto que debíamos llevar en todo momento para que el tarado pudiera jugar con nuestra psique también. Como si no fuera poca locura ya. También había una llave de una taquilla. En ella había un cuchillo, de esos de supervivencia. Como el que puso de moda Rambo. El cuchillo era por si llegábamos tarde para recoger el objeto de turno, pero a tiempo para matar a algún otro pobre concursante. El perturbado del teléfono estaba dispuesto a que, en el caso de llegar al final, la experiencia nos trastornara de por vida. Más de lo que ya podía ser el secuestro de tu hija.

En mi caso no había tenido que matar hasta ese momento. Lo peor es que la idea fue mía. Había coincidido con Miguel en una prueba anterior y cuando lo volví a ver se lo propuse. La penúltima cosa que teníamos que recoger eran las placas de dos policías, sin, evidentemente, decir nada de lo que pasaba. Hablar con la policía de toda la trama, en cualquier momento del juego, era muerte automática para tu pequeña. Nadie se la jugó, obviamente.

La cosa, pues, era que había que cargarse a los dos policías. Y nosotros todavía éramos tres. Así que le expuse mi idea a Miguel. Apuñalábamos a Arturo, el tercero en discordia, y luego llamábamos denunciando lo ocurrido. En el momento que llegaran los policías hacíamos lo propio con ellos. Y en ese punto estábamos.

-          Veo que habéis sido imaginativos y habéis trabajado bien en equipo. Lástima que sólo uno de vosotros pueda ganar… - Sus palabras sonaban a camisa de fuerza y habitación acolchada. – Muy bien, vamos a por la última. El sobre está en el quinto banco de la izquierda, mirando desde el Altar Mayor, en la Basílica de Nuestra Señora de la Asunción.

Corrimos. No estaba lejos de donde estábamos. Así que corrimos. Corrimos como nunca nadie en la historia de la humanidad había corrido. Corrimos con la gasolina del amor, con la energía del miedo, con la potencia de la esperanza. Ambos corrimos como alma que lleva el diablo. Cosa que cada vez estaba más clara que era así. Lo malo es que ambos llegamos al mismo tiempo.

Entramos andando a la Iglesia. Más por educación que por cuestión de fe. Aunque en ese momento ambos esperábamos tener de nuestro lado a Dios. A uno de ellos. Al que fuera. O al menos no tenerlo en contra. Aún jadeantes recogimos el sobre. En él estaba la última de las dementes peticiones: el tubo del si bemol, de la octava central, del órgano de la Basílica.

Mire de reojo a Miguel y me di cuenta de que quizá, y sólo quizá, tenía una opción. Su cara me dio a entender que no parecía muy puesto en solfeo. Así que me lance al vacío.

-          ¡No existe! – Exclamé, aunque en un tono adecuado al sagrado lugar en que nos encontrábamos. Tampoco me convenía llamar mucho la atención.
-          ¿Qué? ¿Cómo no va a existir? – Preguntó consternado. Haciendo que mi salto al vacío sólo fuera un leve brinco.
-          Como lo oyes. En un teclado de órgano existe el si sostenido, pero no el si bemol.
-          ¿No es lo mismo? – Su desconfianza se convirtió en lo que yo esperaba, mi aliada.
-          Ya te digo yo que no. Ve a preguntar si no te fías de mí.

No acabó de girarse cuando ya tenía rebanado su gaznate. Se dio la vuelta. Su mirada me estremeció. Estaba claro que no lo había visto venir. Había confiado en mi buena fe. En que le dejaría comprobar si mentía. Había dolor en sus ojos, y no sólo por el hecho de estar desangrándose y con él su esperanza de volver a ver a su hija. El tiempo de su hija se acababa con cada borbotón que manaba de su cuello. Lo que no había era rencor.

-          Yo había pensado algo parecido, pero tú has sido más rápido. Más listo. – Las palabras salieron a duras penas.
-          Lo siento Miguel.
-          No, no lo haces… - Agonizó
-          No, no lo haces, José Carlos. ¿Puedo llamarte José? Ya tenemos confianza. – Era la voz del teléfono. Aunque se podía haber confundido con mi conciencia. Si es que quedaba rastro de ella.
-          Llámame como quieras. ¿Sabes que es lo que puedes hacer también? ¡Irte al Infierno!
-          Cuida tu lenguaje, recuerda dónde estás. Además deberías estar contento. Has ganado. Ya no hace falta que traigas el tubo.
-          ¿He ganado? ¿Cómo alguien, después de haber asesinado a cuatro personas puede haber ganado algo?
-          Bueno, al menos podrás ver a tu hija otra vez. Y con suerte no irás a la cárcel. Aunque yo no contaría con esto último…
-          Déjate ya de jueguecitos y dime dónde está mi hija, hijo de perra…
-          Gírate…

Fue la última vez que escuché su voz por el auricular. Aunque aún la pudo escuchar en mi cabeza cada vez que intento dormir. Me giré y allí estaba ella. Mi pequeña, mi hija, mi Sandrita…

-          ¡Papá!
-          ¡Sandra! ¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?
-          No, papá a mí no, pero había más chicas papá. Cinco más y ellas…
-          Lo sé…

Nos abrazamos. Lloramos. Temblábamos. Nos besamos y nos volvimos a abrazar. Ya no queríamos hablar más. Nunca más íbamos a hablar de esos dos días. Con nadie. Habíamos sido bendecidos por seguir vivos, pero al mismo tiempo nos había caído la peor de las maldiciones. Y duraría para toda la vida. 


Texto inspirado por la foto de Diego Escolano

1 comentario:

  1. Este tenía ya ganas de leerlo, porque fue el que más me llamó la atención al principio. Historia hay y es buena, muy buena. El desarrollo necesitaría mucho más texto. Este sería un buen relato largo, ahondando en cada una de las pruebas y de los personajes.
    Pero a mí me vale así, si no quieres meterte en harina de otro costal.

    Saludos.

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