jueves, 28 de noviembre de 2013

El Sobre (2ª parte de 3)




Hoy...

Decidió que lo primero que tenía que hacer era investigar al tal Gustavo y ver si alguien podía datar el sobre, el papel. Ver si la caligrafía podía dar alguna pista. Tratar de atar primero todos los cabos posibles en lo relativo a la carta y al remitente. Afortunadamente había trabajado en el Museo Arqueológico de Alicante como conserje. Podía ver si alguno de sus antiguos compañeros podía desvelarle algo.

Se vistió a toda velocidad, casi sin mirar lo que se ponía. La fortuna quiso que las prendas elegidas fueran unos vaqueros azul oscuro, una camiseta de los Rolling Stones negra y una camisa azul cuadriculada. Optó por tomar el tranvía en lugar de su coche. Pensó que así, al ahorrarse el tiempo de aparcar, lo ganaría para su cometido.

Llegó poco después de abrir, alrededor de las diez y cuarto. Moisés, su viejo compañero de fatigas en la conserjería se sorprendió al verle.

-          Hombre, Roberto, ¿te has perdido?
-          Hola, Moi, ¿cómo lo llevas? – Sus palabras salieron entrecortadas, tratando de recuperar el resuello.
-          Tío, te veo en forma. – El sarcasmo le dio a Roberto un abrazo de bienvenida.
-          Que te den, Moi. ¿Está Felipe por ahí? O Catalina, cualquiera de los dos me sirven.

Felipe y Catalina eran los encargados de investigación y datación del MARQ. Si alguien le podía ayudar eran ellos.

-          Felipe, Catalina está de vacaciones. ¿Quieres que le llame?
-          No, lo pregunto porque estoy haciendo una encuesta…
-          Tampoco te pongas así, hombre de Dios. Que poco aguante. ¿Lo llamo entonces?
-          Me saturas Moi, me saturas. Sí, llámalo haz el favor.
-          ¿Ves como no cuesta nada pedir las cosas?

Acto seguido descolgó el teléfono y llamó al tal Felipe. Tras una breve charla Moisés le dijo que esperara, que enseguida bajaba. Y así lo hizo. No fueron más de cinco minutos, pero a él  se le hicieron infinitos. Tras dar más vueltas al patio frontal del museo de las que serían previsibles en ese espacio de tiempo llegó su interlocutor. El doctor Felipe Radacina La Hoz.

El doctor Radacina aparentaba ser un hombre tranquilo. De unos cincuenta años de edad, las canas estaban respetando a sus cabellos castaño oscuro. Su rostro traía a tu mente la palabra entrañable. Su sonrisa te aportaba tranquilidad.

-          Roberto, que alegría verte. ¿Qué es de tu vida? – Las palabras dejaron paso a un más que acogedor abrazo.
-          Bueno, sigo con mis cosillas. Ya sabes.
-          Ya, ya recuerdo. Me alegro que no te lo hayas malgastado todo aún.

Felipe se refería al dinero que la Diosa Fortuna tuvo a bien concederle a Roberto a través de la loto. Fue el único acertante de un premio de quince millones de euros, y pese a haber sido siempre más bien manirroto, en este caso estaba sabiendo manejar el capital.

-          ¿Y qué te trae por aquí? Pareces inquieto. – Prosiguió el doctor.
-          Bueno, quería ver si me podías ayudar con esto. – Le entregó el sobre con la carta en el interior. – ¿Es tan antiguo como aparenta?
-          Vamos dentro. – Le hizo un gesto invitándole a acompañarle.

El despacho era amplio, con una gran mesa de madera noble, una mezcla entre caoba y cerezo. La silla de Felipe no desentonaba para nada con el tamaño de la mesa. Tapizada en cuero marrón oscuro. Enfrente había dos sillones, marrones también, para las visitas. Las paredes estaban repletas de estanterías abarrotadas de libros. A Roberto le parecía increíble que pudiera haber tanto libro en tan poco sitio. Pero es que a él cuatro libros ya le habrían parecido demasiados.

Una vez sentados ambos, el doctor Radacina comenzó a escudriñar a fondo tanto sobre como la carta. Los gestos de interés y asombro que iban apareciendo por su rostro le indicaban a Roberto que después de todo a lo mejor había algo de cierto en todo aquello.

-          ¿Qué te preocupa Roberto?
-          Bueno, quiero saber de cuándo puede ser. Lo acabo de recibir hoy, y lo que hay escrito ahí es tan raro que lo primero que quiero saber es si es posible que pueda ser tan viejo como aparenta y dice en la carta.
-          Ya sabes que mi especialidad es la historia más antigua. De todos modos por la clase de papel si te puedo decir que podría ser de finales del siglo dieciocho o principios del diecinueve. ¿Quieres que llame a un amigo que es bibliotecario y documentalista? Él te sabrá ayudar mejor.

Así lo hicieron. La respuesta del especialista fue satisfactoria. Como bien le había dicho Felipe, el documento debía de ser de finales del siglo dieciocho, tal y como rezaba en su interior. La tinta era acorde con la época. Todos los indicios apuntaban a la veracidad del documento. Incluso el bibliotecario le pudo decir que sí conocía a Gustavo Gómez-Delvalle Mendiolagarai. Que había varios textos publicados sobre él y un par de ellos escritos por el propio alquimista.

Todo este aluvión de información no le tranquilizó, al contrario. Cada paso que daba le inquietaba más. El siguiente debía ser averiguar si existía Alicia Yago Hernández. Aunque ya le cabían pocas dudas al respecto, tenía la esperanza de algo de todo aquello fuera mentira. No podía cargar con la responsabilidad de una vida sobre sus hombros o su conciencia.

Volvió a su casa para indagar más sobre la mujer. Lo intentó primero por internet. Era un medio que dominaba, de algo tenían que servir las horas ociosas que pasaba merodeando por esos mundos del ciberespacio. Tecleó el nombre en el buscador y allí apareció. La primera sensación fue de desilusión, su esperanza se había ido a pique. Tras sobreponerse a ese breve momento de bajón empezó a curiosear más.

La señorita Yago era periodista. Al parecer de carrera más que prometedora. Había varios artículos escritos por ella, todos ellos de investigación. También había otros que hablan de ella. De sus virtudes, de su meteórico ascenso en la profesión. De su buena reputación y de algunos premios que ya había ganado. Todo ello con poco más de treinta años.  Gracias a los datos de una de sus redes sociales averiguó que vivía cerca de él. Suspiró. Parecía ser que el nigromante no había dado puntada sin hilo.

Seguía sin entender por qué él. No era miembro de las fuerzas de seguridad del estado. Tampoco estaba especialmente en forma, ni había tomado ninguna clase de formación en ningún arte marcial, ni en ninguna disciplina de defensa personal. Hasta el momento sus puntos fuertes habían sido fácil acceso a gente que pudiera datar y verificar, en buena medida, la veracidad de la epístola y del autor. El otro punto a su favor era la cercanía. Y si se quiere, el tiempo libre que su situación económica le daba también iba a su favor.

Tenía que sacarse todas esas dudas de la cabeza y tratar de idear un plan. Es cierto que había hecho muchas averiguaciones en tan sólo un día. Pero también lo era que las poco más de tres semanas se podían hacer muy cortas. Antes que nada lo que tenía que averiguar era cómo podía acercarse a ella. Ya sabía dónde trabajaba y cómo era, ya que había varias fotos de ella en la red.

El primero de una larga lista de palos de ciego que se le ocurrió dar fue averiguar cómo iba al trabajo cada día. A la mañana siguiente se apostó bien temprano en la acera de enfrente a dónde había averiguado vivía Alicia. Eran las siete y diez cuando la vio salir caminando en dirección a la parada del autobús. La siguió lo justo para ver que verdaderamente era allí dónde se dirigía y que tomaba el bus. Así fue. No era mucho para un día, pero eran buenas noticias. Siempre era más fácil interactuar con alguien en un autobús que si fuera en su propio coche.

Al día siguiente la esperó en la parada. Él llegó antes de las siete. Ella a la misma hora del día anterior. Hasta ese momento no se había fijado al cien por cien en ella. Las preocupaciones de los días anteriores le habían privado de ello. Admitió que las fotos no le hacían justicia. Era una mujer alta, casi tanto como él. Debía rondar el metro ochenta. Figura esbelta, pero esbelta de verdad, no de esas delgaduchas tan de moda. Tenía curvas como una carretera de montaña y sabía sacarles partido. Aunque iba vestida de manera medianamente tradicional. Tipo ejecutiva. Él no era un experto en moda, ni mucho menos. Pero si supo apreciar el traje de chaqueta del cual no iba a aventurarse a decir ningún color, ya que seguramente no atinaría. Lo que sí tenía claro era que a ella le favorecía. Incluso resaltaba el color de sus ojos verdes clarito. La larga melena le llegaba casi hasta la mitad de la espalda, el color era rojo y aunque tampoco era experto en peluquería, si tuviera que apostar lo haría porque ese era su color natural. Era guapa. No de esas bellezas casi insultantes, era más el tipo de belleza del día a día. Del que no parece que con el tiempo vaya a marchitarse lo más mínimo.

No le dijo nada. Ni siquiera la saludó. Se limitó a subir al autobús después de ella y a mantenerse a una distancia prudencial. El trayecto duró unos quince minutos, hasta donde ella haría el trasbordo, y atisbó a escuchar una conversación de ella con otra mujer sobre ir o no al gimnasio esa tarde. No la siguió al otro autobús. Continuó una parada más para bajar y tomar uno de vuelta a casa.

Su siguiente palo de ciego fue aventurarse a que el gimnasio del que hablaban sería, por lógica, el más cercano a su casa. Se acercó a él por la tarde temprano, casi después de comer, ya que no sabía a qué hora iría. Si es que lo hacía. En este caso tuvo que esperar casi dos horas, en una cafetería cercana, hasta que la vio aparecer. Efectivamente era allí dónde iba. Otro día aprovechado, pero también uno menos antes de la fecha tope que le había marcado Gustavo.


2 comentarios:

  1. Parece que ya va tomando color la historia, me gustaría que se enamoren jaja (es que soy romántica jiji)
    Me gusta mucho la manera que va encarada la historia. Esperaremos el final!
    Un beso.

    ResponderEliminar